DÍA 2 (24/07/14)

Tras la fiesta inaugural del día anterior, el jueves dio comienzo realmente el jazz. En el teatro Victoria Eugenia el encargado de inaugurar los conciertos fue el veteranísimo pianista Muhal Richard Abrams. Cinco décadas de carrera contemplan a este músico de 84 años, fundador y presidente de la «Asociación para el Avance de los Músicos Creativos», siempre a la vanguardia de la experimentación y las propuestas más arriesgadas. Su música no es para todos los públicos y requiere esfuerzo y atención por parte del oyente, algo que muchos asistentes al concierto no tuvieron a tenor de los cuchicheos y pantallas de móviles encendidas que molestaron a los que si intentábamos entrar en el complejo universo musical de Muhal. Abandonar el concierto tratando de no molestar, aburrirse, no disfrutar de la árida propuesta, incluso aborrecerla entra dentro de lo comprensible y respetable. Molestar al resto del público no. Irse del teatro exclamando en voz alta «esto es una vergüenza» es, precisamente, eso: una vergüenza.

Volviendo a lo musical, Muhal Richard Abrams tardó apenas unos segundos en dejar claro que su concierto no iba a tener concesiones para el público en forma de melodías o ritmos. Lo suyo fue un diálogo con el piano que comenzó en un cadente ritmo lento en el que apenas utilizaba el tercio izquierdo del teclado para ir ascendiendo, lentamente, hacia los agudos y luego volver, ahora más acelerado, de nuevo hacia los graves. Así hora y media, ralentizando y acelerando el ritmo de manera imprevisible, con querencia por las texturas graves e incluso sombrías, sin un solo descanso, sin una sola pausa y en la que los momentos más ligeros, o menos pesados, duraban poco tiempo y estaban muy alejados del lirismo tradicional.

Hubiese agradecido más contrastes, algún respiro y mayor riqueza de agudos, y aunque hubo momentos en los que conseguí adentrarme en su enmarañada ruta musical, lo cierto es que tengo la sensación de que este señor de 84 años es más moderno que yo y conoce senderos que yo aún no he transitado.

En la Plaza de la Trinidad, La Trini, ese particular y encantador escenario, Enrico Rava, otro veterano músico cercano a los 75 años, ofreció un concierto mucho más accesible, pero no exento de brillantez ni sin caer en los recursos fáciles o el virtuosismo gratuito. Algo en lo que suele caer, y cayó, su compañero de cartel en la noche donostiarra, el cantante Bobby McFerrin.

Despidió la tarde Enrico Rava acompañado de cuatro jóvenes músicos: Gianluca Petrella al trombón, Giovanni Guidi al piano, Fabrizio Esferra a la batería y Gabriele Evangelista al bajo. Sonaron compactos, transmitiendo una sensación de alegría y felicidad con su música que hacía juego con la actitud del líder de la formación en el escenario. Sin necesidad de adquirir protagonismo, con la tranquilidad de quien sabe quién es y lo que puede hacer. Enrico Rava dejaba hacer a sus músicos con la misma facilidad con la que tomaba las riendas de las canciones y salpicaba con su talento al entregado y feliz público de La Trini. Tan entregado que no paró de aplaudir hasta que consiguió un bis del músico italiano, y no dudó en acompañarlo cantando la melodía del estribillo de «Quizás, Quizás, Quizás».

Tras ese delicioso concierto fue el turno de Bobby McFerrin, el talentoso cantante popular en medio mundo por su «Don’t Worry Be Happy». La capacidad vocal de McFerrin es algo totalmente incuestionable, como también la devoción que le suele profesar la mayoría del público asistente a sus shows. Los que habíamos visto a McFerrin en sus anteriores visitas (u otros conciertos) sabemos que le gusta bromear, sonreír, invitar al público a acompañarle con los coros, utilizar en definitiva todo un abanico de recursos verbeneros con gran habilidad para meterse al público en el bolsillo. Mientras tanto canta, se golpea el pecho, imita instrumentos, y se recrea en sus virtuosismos y florituras vocales. Justo lo contrario que Enrico Rava unos minutos antes.

Esta vez no fue una excepción aunque, a diferencia de su anterior visita, vino acompañado de una banda magnífica a la que cedió parte del protagonismo. McFerrin hizo su habitual despliegue de encantos e incluso bajó al patio de butacas para mojarse con la lluvia como el resto del público; pero su revisión de cantos espirituales tuvo momentos sin afectación como la interpretación de «Jesus Makes It God» acometida sentado al piano y demostrando lo gran cantante que es sin necesidad de golpearse el pecho. También una canción para el lucimiento de su hija, Madison McFerry, que se hubiese merecido más protagonismo que esa sensual interpretación de «Fever».

Con el público más entregado que quien esto escribe terminó la velada en la Plaza de le Trinidad. Algunos empezaron entonces a bailar en la playa con Echo & The Bunnymen a los que precedieron los zarautztarras Delorean. La música no para en San Sebastián durante esos días.